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He conocido más personas nuevas en la red, de un tiempo a esta parte, que de cualquier otro modo. Algunos de estos encuentros se han transformado en auténtica amistad. No han sido todos directamente. A través de la red he conocido a alguien mediante el cual después he conocido a otros... pero en la red está el origen, el descubrimiento. Puede que habiten lejos (para vernos se necesitaría un viaje), o que estén muy cerca, a pocos pasos de mi casa, pero esto no lo sabemos. De vez en cuando razonamos juntos sobre este modo de conocernos. El tema, en muchos aspectos, es fascinante. Encontramos una persona que no podemos ver ni tocar. Antes de verle físicamente conocemos su carácter, su pensamiento, su temperamento. Nace una relación, un recíproco interés, un intercambio de pensamientos y emociones; crece el deseo de encontrarse; y un día, finalmente, el encuentro. La pregunta ritual es ¿soy muy distinto de lo que te imaginabas? En pocas palabras, el camino es justo lo contrario de lo habitual: conocemos primero el alma y después el cuerpo. No es cierto que si a alguien primero se le ve y luego se le habla, se le conozca mejor. A menudo el encuentro físico nos despista; esconde o ralentiza el encuentro con el alma y con la mente. Hay personas que se ven durante veinte años, o incluso que comparten cama, y no se conocen bien. No siempre es mentira la clásica frase de los adúlteros: mi mujer (o mi marido) no me entiende. La cercanía física no implica necesariamente diálogo y comprensión; puede incluso convertirse en un obstáculo. En la red suceden cosas curiosas e interesantes. Hay personas que en sus mensajes me han hablado de sí mismos con gran sinceridad, compartiendo emociones, confesando dudas y sentimientos que probablemente dudarían en decirme si estuviéramos físicamente en la misma habitación. La ausencia de cuerpo físico a menudo no aleja sino acerca; como si desnudarse de las defensas en el mundo aparentemente abstracto de las palabras fuera menos embarazoso, menos arriesgado que cuando se mira directamente a los ojos. Hay una especie de magia en este encuentro de almas libres, que sólo después se encarnan. Cuando encontramos físicamente a la persona ya teníamos de ella una imagen interior; nuestro modo de percibirla es diferente porque en el momento en que vemos lo "externo" sabemos ya algo del "interno". No quiero decir que encontrarse antes en la red sea siempre mejor que encontrarse antes en persona. A veces la experiencia es más real y más rica, y a veces no. Pero no es un modo débil o poco humano de encontrarse, como piensa quien no está acostumbrado a rondar por la red. Sin duda es una experiencia nueva e interesante. Es extraordinario lo que una persona puede revelar de sí con su manera de expresarse, de reaccionar, de dialogar o de callar. Es fascinante descubrir el carácter, el estilo, la personalidad de alguien a quien no hemos visto nunca; y después comprobar, cuando se le ve, cuánto se corresponde nuestra imagen con la realidad. A menudo no se equivoca. El aspecto físico puede que nos sorprenda, pero casi siempre el carácter y la personalidad son justo como los habíamos percibido. Me parece que este recorrido es un saludable remedio contra una cierta tendencia a dar demasiada importancia a las apariencias. En parte por el culto exagerado y difuso al cuerpo físico, en parte por efecto de la televisión, vivimos en una cultura de la imagen; se corre el riesgo de pensar, incluso, que una persona es lo que parece, que la apariencia física, incluido el modo de vestir o de arreglarse, son la identidad. Quizá un día la red perderá su magia. Quizá cuando tengamos anchos de banda infinitamente superiores a los de hay nos encontraremos en vídeo; la apariencia retomará el dominio, en una forma incluso aún más perversa, porque una imagen transmitida es necesariamente algo más artificioso que una presencia física tangible. Pero mientras continuemos encontrándonos mediante palabras y pensamientos, podremos disponer de este recorrido extraordinario, conocer primero el alma, luego el cuerpo. Y también elegir, más tarde, qué preferimos decirnos personalmente o por teléfono y qué, en cambio, escribirnos. Esto no es algo del todo nuevo. La historia está llena de amigos y de amantes que incluso viéndose a menudo se mandaban cartas y mensajes. ¿Cuántas veces dos enamorados, aunque se vean todos los días, sienten el impulso de intercambiarse papelitos y mensajitos? Sin embargo, la costumbre de escribir estaba desapareciendo, en un mundo lleno de teléfonos. Con la red la hemos redescubierto. Muchas veces escribimos cosas simples o tonterías; bromeamos o no hablamos de nada importante. ¿Qué mal hay en ello? Es una manera de unir nuestras almas, compartir ideas, que tiene valor por sí misma, independientemente de los contenidos. Probablemente es éste el motivo principal por el que me gusta estar en la red: es un modo más de ser humanos.
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