Libro de Giancarlo Livraghi – El poder de la estupidez

estupidez


Recensión de un profesor de la Universidad de Málaga – 31 octubre 2010



Sobre
“El Poder de la Estupidez”
de Giancarlo Livraghi


Desde las excelentes observaciones e interpretaciones de Darwin y Wallace, padres de la teoría evolutiva – uno de los paradigmas centrales y más sólidos en la Ciencia – sabemos que todos los individuos de todas las especies compiten entre sí. Todas las funciones vitales están al servicio de la continuidad en el tiempo y de la extensión en el espacio de ciertas organizaciones moleculares y, para ello, los seres vivos emplean los recursos energéticos disponibles. La competencia es una lógica consecuencia de la limitada disponibilidad de esos recursos materiales.

En la competencia unos ganan y otros pierden, pero ello asegura la continuidad de las soluciones mejor adaptadas al sitio y el momento. Las características que definen lo mejor adaptado y por ende su continuidad en el tiempo y su extensión en el espacio varían de acuerdo a las variaciones ambientales que dependen, como casi todo en el planeta, de acontecimientos cósmicos que aún estamos lejos de entender plenamente. Así cambia la vida del planeta y así estamos aquí y ahora nosotros, en el lugar que antaño ocuparon, por ejemplo, los dinosaurios.

Por razones que nadie ha sabido por el momento explicar, nuestro cerebro se ha desarrollado extraordinariamente, creciendo enormemente las áreas de asociación. También hemos adquirido y desarrollado la capacidad de manipulación y el lenguaje. Ellos nos ha hecho escapar de la tiranía del Darwinismo y abrazar una suerte de herencia Lamarckiana, al menos en lo referente a la sociedad en su conjunto y a lo que se ha dado en llamar el desarrollo cultural o, en palabras sencillas, el progreso.

La herencia de los caracteres adquiridos es posible en la especie humana porque podemos dejar en un formato entendible (textos, leyendas, cuentos, máquinas) todos los avances que, sobre el legado pasado, hemos sido capaces de aportar. Esto supone un dominio en progresión geométrica del planeta y acercarnos a la idea que tenemos de lo que serían los dioses. Pero también produce un cierto desajuste entre nuestra evolución intelectual, en progresión geométrica, y nuestras lentas y ancestrales improntas biológicas. Es duro aceptar en estas poderosas condiciones la impronta de algunos de nuestros comportamientos.

Nosotros, igual que el resto de animales y plantas, siempre competimos unos con otros. Los grandes conflictos bélicos son el reflejo de una competencia brutal entre grupos diferentes y siempre, al igual que entre los animales, suceden por rapiña. Para ocupar el sitio del otro, para hacernos cargo de sus posesiones o para, simplemente eliminarlos. Los primatólogos pueden dar fe de que este comportamiento se manifiesta en nuestros parientes más próximos. En nuestra civilización, las denominadas gestas heroicas, los grandes conquistadores, los generales gloriosos no son sino ejemplos paradigmáticos de individuos muy bien preparados para la rapiña y la competencia.

Es duro admitir que en la socializada, idílica y civilizada especie humana la competencia subyace a la mayoría de nuestros actos. Pero no nos engañemos, nuestra impronta, nuestro acervo genético, nuestra tendencia atávica es ésta y no otra. Desde hace millones de años, estamos diseñados para la competencia entre nosotros y con otras especies y, no hace tanto, la mayor preocupación de los individuos de nuestra especie era comer sin ser comido.

La competencia significa que los individuos son, por naturaleza, egoístas. Según esto, nuestros actos tienden siempre a proporcionarnos un mayor beneficio, independientemente o no del beneficio que produzcan al prójimo (cada uno se rasca donde le pica). Es posible, también, que actuemos en beneficio de los nuestros; pues la descendencia, a fin de cuentas, contiene nuestro mensaje, nuestra herencia, nuestros genes.

Ello, probablemente, justifica que estemos diseñados para prestar mucha más atención a lo que puede potencialmente perjudicarnos o perjudicar a los nuestros que a lo que nos beneficia que con frecuencia lo ignoramos a priori. También nos interesa todo aquello que pueda perjudicar a nuestro prójimo pero en un sentido bastante diferente.

Recientemente vi en televisión unas declaraciones de un motorista ante la caída fortuita – afortunadamente sin graves consecuencias – de un competidor directo que tuvo que retirarse de la competición. Reconocía el motorista que la retirada accidental del competidor le proporcionaba una ventaja que iba a aprovechar. ¿Quien no ocupa el terreno abandonado del vecino cuando este desaparece? ¿Quién renuncia a la herencia de riquezas?

Aunque sea triste reconocerlo ésta es probablemente la razón por la que el principal pecado de la humanidad sea la envidia, es decir, la alegría del mal ajeno o la tristeza ante su bien. Ambas están diseñadas para sacar aprovechamiento propio y egoísta de la competencia con el prójimo. Lo que favorece a los demás nos entristece o, al menos, nos interesa particularmente, nos preocupa, nos pone en alerta; mientras que su desgracia nos ofrece ventajas inadvertidas anteriormente y por ello, en cierta medida, nos alegra. Es decir, siempre actuamos o nuestra intención es actuar buscando el beneficio propio. Somos egoístas.

Por supuesto todas estas consideraciones son abiertamente “políticamente” incorrectas. Todos estaríamos dispuestos a admitir que estos comportamientos son normales y lógicos en cualquier otra especie animal pero que en la especie humana, tan socializada tan civilizada, son inadmisibles. Y probablemente lo sean en circunstancias de equilibrio social como las que vivimos en tiempos de paz en países desarrollados. Pero están ahí, en nuestra impronta, en nuestros genes , en nuestra naturaleza animal y no hay mas que observar cómo se ponen de manifiesto cuando existen conflictos en la sociedad.

¿Que pasa en los desastres naturales, en las guerras, en los tiempos de hambruna, sequía y penurias? Todo lo peor – por otra parte todo lo que es natural y animal – se pone de manifiesto en toda su crudeza, la competencia es voraz y los mas débiles desaparecen en tiempos récords quedando los mas poderosos. El egoísmo es una irrefrenable fuerza natural que permite salir airoso de la competencia. Los animales son egoístas y los humanos también. La vida es egoísta, el gen es egoísta (según el famoso texto de Richard Dawkins). Lo que sucede es que no todos estamos igualmente dotados para salir airosos de la competición.

Y aquí es donde entra nuestra ubicación personal en el gráfico estupidológico propuesto en la obra de Giancarlo Livraghi “El poder de la estupidez” (Ed. Ares y Mares, ISBN: 978–84–9892–103–8). En el gráfico de coordenadas se divide el plano en cuatro cuadrantes el primero arriba a la derecha y los demás en sentido opuesto a las agujas del reloj. En dichos cuadrantes podemos colocar las consecuencias de nuestros actos. El eje X positivo indica el beneficio propio y el negativo el perjuicio. El eje Y positivo indica el beneficio ajeno y el negativo el perjuicio.

Como está explicado en el capítulo 7 de “El poder de la estupidez”,
la idea original de dividir las personas en cuatro categorías,
y también de utilizar un gráfico de coordenadas, fue de Carlo Cipolla
en su brillante ensayo “Leyes fundamentales de la estupidez”,
publicado en italiano en 1988 y en español en 2001.
De todos modos, el gráfico de “coordenadaslas cartesianas”
no es, por si mismo, una “definición” de la estupidez, sino una
eficaz herramienta para “medir” su impacto, siempre y cuando
los resultados son conocidos y claramente definidos
o corresponden a una hipótesis razonable.  [g.l.]

Si las consecuencias de los actos son positivas para el operante y para el prójimo se habla de un comportamiento inteligente que se sitúa en el primer cuadrante. Los bandidos y canallas obtienen su beneficio a costa del perjuicio ajeno y ocupan el cuarto cuadrante. Los timoratos que benefician a los demás con actos que suponen un perjuicio propio ocupan el segundo cuadrante. Finalmente, los estúpidos que ocupan el tercer cuadrante son los capaces de provocar el perjuicio propio y el ajeno como consecuencia de sus actos.

En algún sitio del plano se coloca la circunferencia de nuestros actos que, por norma general, siempre contiene el origen de coordenadas. Es decir, durante un tiempo nos comportamos como inteligentes, canallas, timoratos o estúpidos. Pero cada uno de nosotros gasta diferente cantidad de tiempo en cada uno de estos comportamientos.

A pesar de que todos en algún momento nos comportamos de las cuatro maneras posibles, estoy convencido de que la intención primaria de todos los seres humanos es siempre sobrevivir a la competencia y obtener ventajas, es decir, situarnos en el primero o cuarto cuadrante pero nunca en el segundo o tercero. Lo que sucede es que no siempre sale bien y provocamos perjuicios indeseados propios y ajenos.

Giancarlo, en su magnífica obra, nos diseca perfectamente el principal problema de la estupidez humana y nos coloca en la tesitura de la consideración probable de nuestra pertenencia mas o menos ocasional a este maldito tercer cuadrante, es decir, nuestra pertenencia al departamento de los estúpidos. Somos estúpidos porque fallamos garrafalmente en nuestras pretensiones impuestas por millones de años de competencia feroz.

No buscamos intencionadamente el perjuicio, por lo menos no el propio perjuicio y sin embargo nuestros actos producen todo tipo de desordenes en nuestro pequeño mundo. La estupidez podría considerarse entonces como un subproducto indeseado del egoísmo, de la competencia entre individuos y entre especies, resultado de nuestra propia ineficiencia.

Es posible que la estupidez esté también presente en el mundo animal aunque, probablemente, en la feroz vida salvaje, los estúpidos tienen pocas papeletas para la supervivencia. Por contra, en una sociedad civilizada como la nuestra, las personas que obran con una estupidez mas frecuente de lo normal se encuentran confortables debido al avance del bienestar social.

Además, en muchas ocasiones, la fuerza de su estupidez es aprovechada por individuos canallas, capaces de elevar a los estúpidos a cotas insospechadas de poder beneficiándose del perjuicio ajeno sin sufrir el perjuicio propio, que lo sufre el estúpido. Es decir, lo único que se necesita para que un estúpido alcance altas cotas de poder es que se halle rodeado de un número suficientemente grande de corruptos canallas.

El libro de Giancarlo Livraghi es un libro serio e iluminador. Aún no desprovisto de ironía es, sin embargo, un libro que nos alerta del riesgo de una sociedad que otorga el poder a la estupidez. Los estúpidos pueden hacer mas daño del imaginable y no es un asunto baladí que se pueda ventilar en libros graciosos destinados a que el lector esboce una sonrisa.

El daño que puede producir un individuo estúpido, o que se comporta con alta frecuencia con actos estúpidos, es mayor cuanto mayor sea el número de personas a las que afecten sus decisiones. Ni que decir tiene que los actos estúpidos adquieren características de verdaderas catástrofes y tintes realmente dramáticos cuando son cometidos por personajes con poder político.

Giancarlo analiza en su texto cómo es posible que en la sociedad actual los estúpidos hayan podido alcanzar tamaño poder e influencia, las características que los definen y las precauciones que deberíamos tomar para evitar las funestas consecuencias de sus actos. A lo largo de la historia se han sucedido innumerables acontecimientos estúpidos como guerras, establecimiento de gobiernos sobre dogmas religiosos, gobiernos de salvapatrias, tiranos y dictadores etc.

Normalmente los hechos provocados por los individuos francamente estúpidos se acompañan de altísimas cotas de mediocridad y ciertas dosis elevadas de incultura. Ellos son los que deciden rodeados de su camarilla canalla el futuro de millones de personas en el planeta. Lo milagroso es que, aún así, podamos seguir hablando de progreso en la humanidad. El milagro es posible porque frecuentemente los grandes avances del progreso se los debemos a personas individuales, muchas veces anónimas, que trabajan privadamente y sin ruido en el desarrollo de ideas geniales. Ellos nos devuelven la fe en nuestra especie.

Giancarlo Livraghi es una de estas personas que escudriña con maestría en nuestra mas profunda psicología y nos ayuda a cuestionarnos muchos de nuestros actos. Ejerce la labor del verdadero filósofo y nos enseña que el pensamiento es probablemente nuestra principal tabla de salvación.
 

Pedro Fernández-Llebrez del Rey  
Catedrático de Fisiología  
Universidad de Málaga – España  
 

Conversaciones posteriores con el profesor Llebrez levaron
a la organización de un
curso de verano sobre la estupidez
de la Universidad de Málaga – julio 18 hasta 22, 2011



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