Libro de Giancarlo Livraghi – El poder de la estupidez

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Un largo editorial en El tema de los temas – 14 junio 2010




El cáncer español


¿Va la estupidez en aumento?”, así titula Giancarlo Livraghi uno de los capítulos del libro El poder de la estupidez, editado recientemente en castellano. La respuesta del autor es afirmativa. Coincide con el diagnóstico de Umberto Eco en la espléndida recopilación de artículos titulada A paso de cangrejo, obra que ya recomendamos en su momento (con la del profesor Livraghi nos proponemos hacer lo mismo en la próxima edición). Antes de concluir la entradilla, destacamos una cita de otro italiano preocupado por la cuestión, Carlo M. Cipolla, quién en su Primera Ley sobre la Estupidez afirma que “siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo”.

No vamos a dedicarnos al análisis sociológico o filosófico del problema. Mentes preclaras hay en la península itálica que pueden dedicarse a ello con más capacidad que nosotros. Por cierto, un inciso: ¿por qué habrá tan pocas en la península ibérica espoleadas por el mismo afán? Porque, vamos a ver, tampoco hace falta que en esto inventen ellos, y más ahora que, ladrillo a ladrillo, nos disponemos – según nuestro presidente – a superar a Italia en renta per cápita.

Pero aparquemos las coñas, ya que tenemos problemas más acuciantes. La solución a unos cuantos podría estar en la comprensión de algunas claves históricas del comportamiento profundo de la sociedad española. Permítasenos, pues, ofrecer una breve panorámica retrospectiva de nuestra estupidez colectiva. Nos tememos que el mal viene de lejos. Para los habitantes de la que fue Confederación Catalano-aragonesa, puede que en buena parte venga de Almansa. Para los de Castilla hay una fecha fatídica en la historia. En 1521 quedaron decapitadas en Villalar las esperanzas de un reino o república basada en el trabajo a partir de los propios recursos (que en aquel tiempo no eran pocos) en vez de en alocadas aventuras en las selvas tropicales en pos de El Dorado o en incursiones disparatadas en el Sacro Imperio Germánico y aledaños. En Villalar de los Comuneros se acabó parte del alboroto, aunque el tiroteo siguió durante unas cuantas centurias.

Vamos a saltarnos los episodios más vistosos. El mal era económico y, como suele afirmarse, la economía está en la base de toda sociedad. Pero también era en su raíz cultural y moral. Un buen ejemplo de la falta de criterio respecto a tales desgracias lo constituye Felipe II, el rey burócrata obsesionado con el control absoluto de sus súbditos. El llamado “rey prudente”, para evitar la infección protestante y otras amenazas al pensamiento único, reforzó la castiza Inquisición en los territorios en los que tenía jurisdicción directa y prohibió a los naturales de todos sus reinos que se desplazaran a estudiar al extranjero.

Desde entonces – en aquella cultura que acababa de entrar en su siglo literario de oro – la alabanza a la inteligencia retórica y el desprecio por la inteligencia práctica, corrió pareja al menosprecio por la cultura burguesa, basada en el trabajo, que se implantaba más al norte, en los países pretendidamente pobres. En pleno apogeo del mercantilismo son dignas de las mejores antologías del disparate las manifestaciones de algunos arbitristas salmantinos según las cuales España podía echar la siesta en paz puesto que las demás naciones – no tan bien proveídas de metales preciosos – ya se encargaban de trabajar para ella.

Refiriéndose a sus vecinos del sur, Montesquieu afirmaba en la influyente obra L’esprit des Lois, escrita entre 1734 y 1748: “Había un vicio interior y físico en la naturaleza de las riquezas de los españoles, que las hacían vanas, y este vicio crecía de día en día. El oro y la plata son riquezas de ficción, con valor de signo”. Desde más allá de los tiempos la sentencia del jurista francés resuena en nuestros oídos, como debían sonar las tripas vacías de los hidalgos castellanos cuando, ante sus vecinos, se pasaban el mondadientes por la boca en señal de haber yantado a placer.

Gaspar Melchor de Jovellanos, en su Informe sobre la Ley Agraria que, en 1795, presentó la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País al Consejo de Castilla, proclamaba que había que reformar y modernizar el país, “instruyendo sobre todo en las artes y las ciencias útiles, reduciendo en los institutos y universidades tantas cátedras de latinidad y añeja y absurda filosofía, que sólo son motivo para amontonar y sepultar a la juventud en las clases estériles haciendo que superabunden los capellanes, los frailes, los letrados, los escribanos y los sacristanes, mientras escasean los arrieros, los marinos, los artesanos y los labradores”.

Cámbiense las denominaciones de los oficios y, en el verano de 2010, casi podría suscribirse de pe a pa toda la parrafada. Durante los años de euforia constructora, en la derecha o la izquierda, en el centro y en las periferias, se ha seguido menospreciando la Formación Profesional, como si no hubiera de ser el tronco del que deben salir la mitad larga de las ramas del árbol educativo en una sociedad de economía modesta como es la española. Los estudios de Ingeniería, en prácticamente todos los recovecos de la piel de toro, tienen un nivel de matriculación más bien parco. Cicatero diríamos en los tiempos que corren, como si las empresas de base tecnológica no fueran las que mueven la parte más sustanciosa del PIB en los países desarrollados. Para comprender la extensión del problema no hay más que comparar los oficios y ciencias útiles y prácticas con la proliferación sin medida de estudios teóricos. Sean empresariales, económicos, sociológicos, psicológicos, abogaciles, etc., junto al vasto cortejo de las carreras humanístico-literarias tradicionales. Es una vergüenza histórica y política de las clases dirigentes, de la intelectualidad y del conjunto del pueblo la plena vigencia que aún hoy tienen las palabras de Jovellanos.

Cuando, entre la época de Jovellanos y la de Joaquín Costa, el personaje de zarzuela entonaba el castizo “hace tiempo que vengo al trabajo y no sé a lo que vengo” retrataba de manera muy precisa a la sociedad de su tiempo. Pero también a buena parte de la del nuestro. Y en el mundo que se avecina maldita la gracia que tendrán ya las bromas de país dicharachero y vividor. Un país y una sociedad que ocupa el primer lugar del ranking mundial en lo que se refiere a cantidad y sofisticación de juegos de azar, públicos y privados. Afinen ustedes el oído y captarán un sinnúmero de mensajes en la publicidad, los medios de comunicación, la literatura, la música popular y en los telediarios cotidianos y machacones, y acaso oigan también en la lejanía las voces viriles y femeniles de los coros de Barbieri en Pan y toros: “¡En vez de universidades, escuelas de tauromaquia! ¡Venga la manolería y acérquese la canalla!”. Cámbienle los personajes, modifiquen los atuendos, inserten la fecha actual y el argumento de la obra sigue teniendo vigencia.

Ni el ilustrado asturiano ni el regeneracionista aragonés alcanzaron a ver un país con excedentes agrarios suficientes y un espíritu emprendedor para tomarse la industrialización y la cultura científico-técnica en serio, como hacían nuestros vecinos del norte. Como bien sabemos, la industrialización, a trancas y barrancas, en un país con el conjunto de la agricultura depauperada, fue sobre todo obra de catalanes y vascos.

Antes hemos olvidado mencionar que la bisabuela materna del rey poco prudente había resuelto de manera expeditiva el problema judío con la expulsión de los mejores comerciantes y profesionales que tenía en sus reinos, y por añadidura también en los de su marido. Aunque muerto el perro no murió del todo la rabia, ya que una parte del virus se ha transmitido hasta nuestros días, a través de los pueblos odiosos que acabamos de mencionar (en especial, seguramente, de los primeros).

Y así de aquellos polvos van viniendo algunos de los lodos en los que seguimos embarrancados. La polvareda más sonada es la que provocó y sigue provocando la impresión de ingentes cantidades de libros para todos los gustos. Nos referimos a la – por lo que parece – aún no superada Guerra civil de 1936-39. Nadie, absolutamente nadie, que sepamos, en el parlamento de la Segunda República planteó una fórmula de aplicación válida para poner en vías de solución el latifundismo español del sur y para reorientar el minifundismo del norte. Carentes de ideas y de un mínimo conocimiento del asunto, los picapleitos y leguleyos que politiqueaban en la Villa y Corte no se decantaron hacia el derecho y el sentido común sino hacia el insulto y la amenaza. Con más de la mitad de la población activa ocupada en el campo podía haberse hallado una solución viable al principal problema del momento. Los odiosos catalanes, sin ir más lejos, lo habían superado en gran manera con la aplicación generalizada del censo o canon enfitéutico, mediante el cual el labriego se lleva una parte sustancial de las ganancias y con el tiempo puede llegar a comprar la tierra que trabaja. O sea que precedentes había y los tenían ante sus narices. Pero de eso ni hablar, estaba mejor vista la expropiación manu militari.

Así no es de extrañar que el despropósito desembocara en la guerra anhelada por una caterva de energúmenos descontrolados a derecha e izquierda. Sin embargo ahora nos permitimos recabar la atención de los lectores en el hecho de que en sí misma la masacre no fue sino otra manifestación de incompetencia colectiva. No ya sólo en su desencadenamiento político sino también en su ejecución militar, o sea en el puro y simple trabajo técnico de matarse los unos a los otros. Una sangría que podía haberse solucionado en, a lo sumo, un año tuvo que durar tres. A las unidades, de escasa o nula consistencia militar, que la República puso en el campo de batalla el primer año y medio se enfrentó una considerable dosis de incompetencia. Algunos la atribuyen a una visión política a largo plazo por parte del apodado “el Generalísimo”, que dirigió a uno de los dos bandos. Pero, a medida que avanzan los estudios sobre este aspecto de la contienda, cada vez se va viendo con más claridad que era pura estulticia combinada con la vesania más abyecta. Pero no vamos a discutir con ninguno de los dos equipos que están al otro lado de la PlayStation histórica, ni sobre quién tenía razón ni si en hipotéticas ocasiones futuras debemos esmerarnos más en la tarea cainita. Vayámonos ya al final del cuento: ¿puede haber mejor prueba de la ineptitud colectiva que la incapacidad, a estas alturas de los tiempos, de enterrar dignamente a los muertos? A los unos y a los otros.

Una muestra proverbial del infantilismo hispánico en lo que se refiere a la comprensión de la economía política surgió en la postguerra con el famoso oro de Moscú. En el país de Sancho Panza la cuestión monetaria, o sea el atesoramiento puro y simple, siempre ha ido por delante de cualquier otra consideración. El disfrute del vil metal en una ínsula bien defendida por los poderes públicos se considera el colmo de la felicidad. El oro que se cobraron los rusos cumplió entonces la función de echar a los demás la culpa de los propios males. Entonces eran rojos, separatista, bajitos y feos. Ahora son o serán los que ustedes gusten, por ejemplo especuladores desalmados anglosajones, pongamos por caso.

Olvidemos el oro y las joyas de la corona y demos un último brinco histórico para trasladarnos al presente. Este país, expoliado por el contubernio judeo-masónico-comunista, puede hoy acreditar ante el mundo el pago mensual de más de un millón de pensiones de invalidez. Analistas y agencias de calificación también han captado perfectamente el dato. Válgame Dios, ¿a qué se deben tantas bajas?, ¿acaso acabamos de salir de otra guerra civil o hemos sufrido una catástrofe natural sin precedentes? Entre la población laboral temporalmente sana se aprecia un nerviosismo evidente. Ya estamos superando la raya del 20% de paro reconocido de manera oficial. Pero, lo que es peor, la distancia entre la población capacitada (y mínimamente motivada) para el trabajo especializado y la que no (o sea la que no cursa estudios útiles, ni trabaja, ni ganas tiene de hacer una cosa o la otra) se va agrandando día a día. ¿Se entiende, verdad, por qué nos lamentamos de la poca efectividad de un sistema de Formación Profesional que a estas alturas debiera ya rozar la excelencia y estar entre los mejores del mundo?

Podríamos seguir desgranando calamidades, consecuencia de profundas corrientes históricas que siguen vivas. Sólo apuntamos unos datos para indicar que la situación económica a medio plazo tampoco se presenta muy halagüeña. El país, que en los presupuestos en vigor se permite el lujo de menospreciar a su comunidad científica por el precio de seis Cristiano Ronaldos, se sitúa en el número 23 del ranking mundial en tanto por ciento del PIB gastado en I+D (encabezando el brioso pelotón griego, portugués e irlandés). Para que no quede duda de nuestro dudoso futuro como novena potencia económica del mundo cabe añadir que nuestro gasto en I+D anual por habitante es de 462 $, frente a los 1.309 de Suecia, 1.211 de EE UU y 1.157 de Japón. El “tema” de la cuantía de las ayudas estatales a la investigación – las Juan de la Cierva (350), para evitar la fuga de talentos, y las Ramón y Cajal (250), para captar investigadores brillantes ya desplazados al extranjero – da para un artículo entero. Así que lo dejamos para más adelante. En el pozo sin fondo en el que, entre unos y otros, nos están hundiendo abundarán seguramente las ocasiones para referirnos a las prioridades en la inversión de los dineros públicos.

Alguien tendrá que dirigirse al paciente, o sea al pueblo soberano, y espetarle de una vez en pleno rostro: “bienvenido al mundo real”. O sea “abre los ojos” y prepárate, porqué ya se han efectuado las radiografías, los análisis y las biopsias; ya pasó el tiempo de los paños calientes, las curas naturistas, las dietas macrobióticas y los masajes orientales a ritmo de sitar hindú. Ahora viene el bisturí.

Aunque, por favor, que no sea en manos de iluminados que quieran arrogarse el papel de “cirujanos de hierro”. Ya va siendo hora de que aparezcan en escena políticos altamente competentes en economía. Nos referimos a la economía práctica, para darnos conferencias superuniversitarias y hacer el manirroto con los impuestos que pagamos ya sirve cualquier profesorcillo de tres al cuarto. Y si los partidos políticos no tienen en sus filas a esta clase de personas habrá que obligarles a que las busquen fuera y las encuentren.




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