Libro de Giancarlo Livraghi – El poder de la estupidez

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Recensión en Canarias 7 – 5 septiembre 2010
y también en El Día – 19 septiembre 2010




La realidad de la estupidez


La Real Academia de Española define la estupidez como la “torpeza notable en comprender las cosas”; y a ella queremos dedicar este espacio de reflexión quincenal, por lo extendida que puede llegar a estar y porque puede ser tanto o más peligrosa que la malicia o la avaricia.

Agosto, aparte de descansar y cambiar de actividad, nos ha servido para poder leer con mucha más tranquilidad de la que tenemos el resto del año obras interesantes como “Vida líquida”, de Zygmunt Barman, “No pienses en un elefante”, de George Lakoff, “El arte de la guerra”, de Sun Tzu, “El Estado social”, de Ignacio Sotelo, “Los sistemas electorales españoles”, de Antonio Luis Martínez-Pujalte, o “El poder de la estupidez”, de Giancarlo Livraghi, que, por cierto, recomendamos encarecidamente.

Esta actividad nos ha resultado tremendamente útil, ya que somos de la opinión de que la capacidad de aprender nunca se debe perder. Como decimos, nos ha resultado especialmente interesante el ensayo del filósofo italiano Livraghi sobre la estupidez y sus consecuencias. Una obra que nos dejó gratamente sorprendidos y que consideramos tremendamente válida y actual.

Generalmente, el estúpido está contento de serlo y presume de ello. Es aquel que cree que lo sabe todo; que sólo da respuestas y no se hace ninguna pregunta; aquél que trata a los demás como si fueran tontos; aquél que considera que detenerse un momento para pensar antes de actuar es una pérdida de tiempo...

A ellos queremos dedicarles estas líneas; a ellos y a las personas que los rodean, porque, como dice Livraghi, la estupidez es contagiosa. Podemos encontrarla en miembros de diferentes organizaciones y, cómo no, la hallamos en dirigentes y militantes de todos los partidos políticos sin excepción (es verdad que en algunos más que en otros).

La estupidez no respeta edad. Sin embargo, si a los 30 años es soportable, a los 70 además de inaguantable resulta totalmente incomprensible. En otras palabras, ésta se puede expresar en personas de cualquier condición, edad y sexo.

Al no tratarse de una enfermedad, la estupidez no tiene tratamiento ni se cura con ningún remedio mágico; por ello debemos tratar de limitar sus efectos y consecuencias. Livraghi asegura en la citada publicación que “es la fuerza más destructiva de toda la evolución humana”. Así es, aunque no lo parezca. La estupidez es sumamente peligrosa. Primero, porque solemos minusvalorarla (con lo que en la mayoría de las ocasiones sus efectos nos cogen desprevenidos) y, segundo, porque, al no regirse por criterios racionales, resulta totalmente impredecible.

Otro de sus riesgos es que, a fuerza de repetir estupideces, tanto el que las profiere como su entorno, acaban asumiéndolas como verdades absolutas; lo que puede arrastrar a las personas más crédulas e inocentes. Además, la estupidez, al ser espontánea, no requiere el ejercicio de coordinación que sí necesitan las personas inteligentes y capaces para actuar; lo que la convierte en mucho más ágil.

En resumen, la estupidez es una carga perniciosa que dificulta el desarrollo de las organizaciones, pero también el de la sociedad en su conjunto. Por ello, resulta primordial que hagamos un esfuerzo por detectarla e identificarla. Sobre todo porque así podremos prever sus movimientos y, con ello, tratar de aminorar los efectos que provoca sobre los demás.

Además, no podemos pasar por alto que estas personas resultan especialmente peligrosas cuando están cerca del poder. Sobre todo porque la cadena de errores que crean acaba afectando directamente a toda la sociedad, y porque, en la mayoría de las ocasiones, tienen una perspectiva avariciosa de la actividad pública. Esta visión los lleva a dedicar todas sus energías, primero, a alcanzar el sillón de mando y, luego, a mantenerse en él cueste lo que cueste. Y es que estos personajillos suelen confundir conspirar con trabajar y con ello hacen un gran daño a la organización a la que pertenezco y, como no tienen límites, se creen mesiánicos y predicadores.

Por el contrario, aquellos que entendemos que los políticos somos meros gestores temporales de lo público y que nos movemos por una vocación de servicio y no de beneficio individual debemos luchar contra la estupidez, detectándola, neutralizándola y excluyéndola; pues una de las medidas infalibles contra ella es el desprecio social. Todos nosotros (que no somos pocos) estamos tan atareados en trabajar por y para el ciudadano que no disponemos del tiempo suficiente para entrar en las improductivas luchas del poder por el poder.

Sin embargo, este verano hemos vivido de forma desbocada la actividad de estúpidos solemnes, que, además, se han regodeado en su estupidez. Suelen ser personajillos carentes de factores inhibitorios que tienen la mentira como norma y que además se creen sus propios embustes.

Ante esto, nosotros tenemos que tratar de buscar antídotos con los que neutralizar la estupidez y, para ello, nada mejor que el conocimiento, la curiosidad, el estudio y la experiencia. Todos ellos son eficaces remedios contra este tipo de comportamiento. Porque, como no nos cansamos de repetir, la democracia no da preparación, sólo legitimidad; y para ser dignos portadores de esta responsabilidad debemos trabajar durante toda nuestra vida para estar continuamente aprendiendo y así mejorando.

Antonio Alarcó  



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