Estamos naufragando en los lloriqueos. Chiagni e fotti,
dice un antiguo e intraducible proverbio napolitano.
Parecería que este falso arte es practicado hoy con
inusitada frecuencia y desfachatez. Entre lágrimas de
cocodrilo, prevaricadores disfrazados de víctimas y
justificaciones falsamente piadosas para toda clase de
fiascos o de trampas corremos el riesgo de hundirnos en un
pegajoso y viscoso pantano.
Entre los más apasionados cultores del lloriqueo
están los insufribles del spamming. Dicen que no es
culpa de ellos, que fuimos nosotros quienes hemos pedido esas
cosas (aunque no lo hayamos hecho ni en sueños), que
desistirán de inmediato si nos borramos (cosa que en
la práctica resulta difícil, si no imposible).
A menudo se disfrazan de sostenedores de alguna imaginaria
causa benéfica. Hay algunos casi de
buena fe, en el sentido de que algún ladronzuelo
vendedor de direcciones hace circular listas falsas
asegurando mentirosamente que esas personas han decidido
voluntariamente recibir cosas de ese tipo. Desafortunadamente
las defensas son escasas aun cuando con un poco de
adiestramiento no es difícil reconocer la basura y
tirarla sin leerla. En casos extremos, un remedio hay...
cambiar la mailbox cada dos o tres meses y así
volverse difíciles de encontrar.
Están los propulsores de proyectos delirantes que,
después de haber gastado o hecho gastar un
montón de dinero para nada, se justifican con una
imaginaria crisis. Incluidos los grandes monopolistas
públicos como Deutsche Telekom, que después de
haberse prestado al enorme bluff del Umts ahora declara que
pierde dinero porque había pagado demasiado por la
licencia de una tecnología que parecía la
piedra filosofal mientras nadie sabe si, cómo o
cuándo podrá encontrarle una aplicación.
Y tendamos un manto de piedad sobre los manejos y
embrollos en la imitación italiana de este asunto.
Están los vendedores de banda ancha,
afligidos por la sobreabundancia de una mercaderí
útil sólo para pocos, que tratan de embocarla a
todos a un precio exagerado. Visto el fracaso, piden
subvenciones públicas y existe el riesgo de que la
obtengan.
Está, por enésima vez, la Fieg, el poderoso
lobby de los editores de diarios, que hace dos años
tuvo ganancias extraordinarias y pasada la fiesta
debe conformarse con ganar un poco menos. Pero llora miseria
y pide subsidios, como lo ha hecho siempre. Y después
de medio siglo de furibunda guerra contra la
televisión, esta vez se la encuentra aliada con las
grandes emisoras, que obviamente gozan de la benevolencia del
poder.
Está quien hace morir buenas iniciativas, o las
sofoca antes de que nazcan, invocando tiempos
difíciles (hasta el punto de atrincherarse
detrás de cosas sobre las cuales se debe
verdaderamente llorar, como la tragedia del 11 de septiembre
y el problema del terrorismo que obviamente no tienen nada
que ver con estos comportamientos miopes y presuntuosos).
Mientras se sigue gastando mucho más en cosas mucho
menos útiles.
Está quien ha hecho perder a los ahorristas un
montón de dinero en la bolsa (con el mito de la new
economy o sin él) y hoy se aprovecha de hechos
resonantes como la estafa Enron (que no es, en lo más
mínimo, un hecho aislado) para fingirse inocente y
disfrazarse de víctima.
Está quien nunca entendió qué cosa
es la internet (ni cómo puede ofrecer algún
servicio realmente útil y recibir honestamente una
ganancia merecida) y manifiesta su crónico y mal
disimulado odio contra la red proclamando que no puede
ser gratis y tratando de inventar algún truco
para adueñarse de un camino e imponer un peaje, como
los barones ladrones del medioevo.
Todo este lloriqueo sería sólo
estúpido si no fuera perverso. Sería
sólo cómico si no fuera peligroso. El problema
no es sólo que los profetas de la desventura traen
desgracia. Está también el hecho de que si
todos buscan agarrar un pedazo de torta, y nadie está
en la cocina, al final quedan algunas migajas enmohecidas.
Sería mejor si los llorones se quitaran de en medio y
alguno se pusiera a trabajar.